Por: Agustín Laje
Fuente: La Prensa Popular. Ed 159.
23/11/20012
Así como existen determinadas sustancias que generan a nivel individual
enfermiza dependencia entre quienes las consumen, distorsionando su visión de
la realidad, de idéntica forma existen, a nivel social, políticas y filosofías
que generan adicción y alucinación en la población. La diferencia entre una
droga de consumo individual y una social, es que la segunda, cuando se instala
en el Estado, nos vuelve a todos víctimas de sus efectos. Es decir, nos hace
pagar a todos el costo de la adicción. El estatismo, entendido como la
paulatina injerencia del Estado en la vida social e individual, es una de las
drogas sociales por excelencia. La relación que el estatismo tiene con el
socialismo es a menudo difusa. No obstante, entiendo que el estatismo puede ser
concebido como una estrategia de construcción gradual, prolongada e
ininterrumpida del socialismo.
Friedrich Hayek, en su célebre obra Camino a la servidumbre, explicó cómo
funciona esta droga social, demostrando que a cada política estatista
implementada, le seguiría otra del mismo signo, pero de mayor magnitud. Herbert
Spencer, uno de los filósofos más importantes del siglo XIX, predijo hace casi
ciento cincuenta años en su ensayo La esclavitud futura, de qué forma el
Estado, en la construcción del socialismo, iría adueñándose de la vida de sus
ciudadanos transformándolos en sus súbditos. Es innegable que sus vaticinios se
han ido cumpliendo con precisión de centavo. Pero además de generar −al igual
que las drogas individuales− este círculo vicioso, el estatismo provoca,
asimismo, distorsiones en nuestra percepción de la realidad. Entre otras cosas,
nos empuja a creer que en el Estado se encuentra la solución a todo problema;
que los recursos caen como maná del cielo y que, por tanto, sólo es cuestión de
saber distribuirlos (algo que el Estado sabría hacer con perfección). Quizás
aquí resida la explicación más contundente al hecho de que todos los políticos
populistas sean inexorablemente estatistas. Y es que mantener al pueblo bajo un
efecto de alucinación permanente es condición necesaria para manipularlo.
Todo lo que hemos dicho hasta aquí, puede ilustrarse en un hecho concreto
que ha sido dado a conocer en estos días: el Ministerio de Salud bonaerense
está confeccionando un proyecto de “implantes mamarios para todas”. Leyó bien:
después del “fútbol para todos”, la “milanesa para todos” y el “automovilismo
para todos”, llegaron las “siliconas para todas”. Así las cosas, cuando
pensamos que el Estado no podía incurrir en frivolidades de mayor magnitud, esa
droga social llamada estatismo nos demostró que la adicción consiste
precisamente en caer siempre más bajo. Aún más bajo de lo imaginable.
Hacerle creer a la gente que a partir de ahora tener el busto prominente
será gratuito, constituye el componente alucinógeno de esta nueva dosis de
estatismo; tan alucinógeno como pensar que el fútbol, la milanesa y el
automovilismo fueron gratuitos también. La realidad, en efecto, es menos
agradable: nada es gratis en esta vida.
Que las mujeres que accedan a estos beneficios estéticos no paguen
directamente por ellos, no significa que éstos no tengan costo alguno.
Significa, por el contrario, que otras personas, muchas de las cuales no pueden
siquiera acceder a servicios básicos de salud, estarán pagándolo por las
beneficiarias. En eso consiste, en definitiva, el eufemístico “para todos”.
Algunos se benefician, todos lo pagan. ¿Cómo? Con los impuestos directos e
indirectos a los que nadie escapa. La explicación justificatoria que han dado
los impulsores del proyecto sostiene que, en resumidas cuentas, es necesario
“democratizar” la “autoestima” de las mujeres. ¿Qué significa semejante
disparate? Pues que aquellas personas sin problemas de autoestima, incluidas
aquellas cuyas necesidades de primer orden no les permiten siquiera pensar en
ello, deberán cargar con el costo de aquellas que aleguen necesitar insertarse
silicona en los pechos para superar sus conflictos anímicos. ¿Y qué tiene que
ver esto con la democracia? Evidentemente nada. Sacrificar a algunos en frívolo
beneficio de otros no es democrático; es autoritario.
Resulta tan potente el efecto estupefaciente del estatismo que, además, nos
hace olvidar del llamado “costo de oportunidad”. Este es el nombre de una idea
muy sencilla y lógica: que todo aquello que se hace, tiene como costo de
oportunidad todo aquello que se deja de hacer. Así las cosas, en un mundo
irreal en el que los recursos son ilimitados y gratuitos (tal el espejismo que
genera en la gente la droga estatista) el costo de oportunidad no tiene
sentido, pues nada tiene costo. ¿Pero cuál es el verdadero costo de tantas
políticas populistas “para todos”? A nivel individual, elevadísimas cargas
impositivas que restringen la libertad de los ciudadanos, disminuyendo la
porción de ganancias que éstos podrían administrar autónomamente. A nivel
social, un Estado más preocupado por el “pan y circo”, que por cumplir su
función básica: proteger los derechos de sus ciudadanos. La cura de esta droga
social llamada estatismo, es de similar naturaleza a la cura de las drogas
individuales: una revolución moral que revalorice las ideas de responsabilidad,
libertad y autonomía individual.
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