jueves, 10 de enero de 2013

El estatismo es una droga social



Por: Agustín Laje
Fuente: La Prensa Popular.  Ed 159. 23/11/20012


Así como existen determinadas sustancias que generan a nivel individual enfermiza dependencia entre quienes las consumen, distorsionando su visión de la realidad, de idéntica forma existen, a nivel social, políticas y filosofías que generan adicción y alucinación en la población. La diferencia entre una droga de consumo individual y una social, es que la segunda, cuando se instala en el Estado, nos vuelve a todos víctimas de sus efectos. Es decir, nos hace pagar a todos el costo de la adicción. El estatismo, entendido como la paulatina injerencia del Estado en la vida social e individual, es una de las drogas sociales por excelencia. La relación que el estatismo tiene con el socialismo es a menudo difusa. No obstante, entiendo que el estatismo puede ser concebido como una estrategia de construcción gradual, prolongada e ininterrumpida del socialismo.

Friedrich Hayek, en su célebre obra Camino a la servidumbre, explicó cómo funciona esta droga social, demostrando que a cada política estatista implementada, le seguiría otra del mismo signo, pero de mayor magnitud. Herbert Spencer, uno de los filósofos más importantes del siglo XIX, predijo hace casi ciento cincuenta años en su ensayo La esclavitud futura, de qué forma el Estado, en la construcción del socialismo, iría adueñándose de la vida de sus ciudadanos transformándolos en sus súbditos. Es innegable que sus vaticinios se han ido cumpliendo con precisión de centavo. Pero además de generar −al igual que las drogas individuales− este círculo vicioso, el estatismo provoca, asimismo, distorsiones en nuestra percepción de la realidad. Entre otras cosas, nos empuja a creer que en el Estado se encuentra la solución a todo problema; que los recursos caen como maná del cielo y que, por tanto, sólo es cuestión de saber distribuirlos (algo que el Estado sabría hacer con perfección). Quizás aquí resida la explicación más contundente al hecho de que todos los políticos populistas sean inexorablemente estatistas. Y es que mantener al pueblo bajo un efecto de alucinación permanente es condición necesaria para manipularlo.

 Todo lo que hemos dicho hasta aquí, puede ilustrarse en un hecho concreto que ha sido dado a conocer en estos días: el Ministerio de Salud bonaerense está confeccionando un proyecto de “implantes mamarios para todas”. Leyó bien: después del “fútbol para todos”, la “milanesa para todos” y el “automovilismo para todos”, llegaron las “siliconas para todas”. Así las cosas, cuando pensamos que el Estado no podía incurrir en frivolidades de mayor magnitud, esa droga social llamada estatismo nos demostró que la adicción consiste precisamente en caer siempre más bajo. Aún más bajo de lo imaginable.

Hacerle creer a la gente que a partir de ahora tener el busto prominente será gratuito, constituye el componente alucinógeno de esta nueva dosis de estatismo; tan alucinógeno como pensar que el fútbol, la milanesa y el automovilismo fueron gratuitos también. La realidad, en efecto, es menos agradable: nada es gratis en esta vida.

Que las mujeres que accedan a estos beneficios estéticos no paguen directamente por ellos, no significa que éstos no tengan costo alguno. Significa, por el contrario, que otras personas, muchas de las cuales no pueden siquiera acceder a servicios básicos de salud, estarán pagándolo por las beneficiarias. En eso consiste, en definitiva, el eufemístico “para todos”. Algunos se benefician, todos lo pagan. ¿Cómo? Con los impuestos directos e indirectos a los que nadie escapa. La explicación justificatoria que han dado los impulsores del proyecto sostiene que, en resumidas cuentas, es necesario “democratizar” la “autoestima” de las mujeres. ¿Qué significa semejante disparate? Pues que aquellas personas sin problemas de autoestima, incluidas aquellas cuyas necesidades de primer orden no les permiten siquiera pensar en ello, deberán cargar con el costo de aquellas que aleguen necesitar insertarse silicona en los pechos para superar sus conflictos anímicos. ¿Y qué tiene que ver esto con la democracia? Evidentemente nada. Sacrificar a algunos en frívolo beneficio de otros no es democrático; es autoritario.

Resulta tan potente el efecto estupefaciente del estatismo que, además, nos hace olvidar del llamado “costo de oportunidad”. Este es el nombre de una idea muy sencilla y lógica: que todo aquello que se hace, tiene como costo de oportunidad todo aquello que se deja de hacer. Así las cosas, en un mundo irreal en el que los recursos son ilimitados y gratuitos (tal el espejismo que genera en la gente la droga estatista) el costo de oportunidad no tiene sentido, pues nada tiene costo. ¿Pero cuál es el verdadero costo de tantas políticas populistas “para todos”? A nivel individual, elevadísimas cargas impositivas que restringen la libertad de los ciudadanos, disminuyendo la porción de ganancias que éstos podrían administrar autónomamente. A nivel social, un Estado más preocupado por el “pan y circo”, que por cumplir su función básica: proteger los derechos de sus ciudadanos. La cura de esta droga social llamada estatismo, es de similar naturaleza a la cura de las drogas individuales: una revolución moral que revalorice las ideas de responsabilidad, libertad y autonomía individual.

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